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Americanah y las representaciones culturales

A lo largo de mi vida he pedido y comprado inconscientemente libros escritos en la mayor parte de los casos por autores hombres. Sus recomendaciones por lo general llegan en primer lugar o en un número mayor y hasta hace relativamente pocos años no era consciente de la mecánica de esta deriva. Recibía lo me llegaba y pedía lo que veía y escuchaba. En algún lugar triste y oscuro de mi corazoncito de adolescente recuerdo que llegué a pensar que las mujeres no habían escrito tanto o tan bueno. ¿Había algún destino biológico que nos impedía hacerlo? Esta falla terrible, ¿se debía a las imposiciones culturales que nos habían obligado o empujado históricamente a dedicarnos a reproducir la vida (tareas domésticas y cuidados) en lugar de a producirla? ¿Habíamos acaso conseguido sortear estos obstáculos y aún así los agentes que intervienen en la producción y circulación de la cultura o el propio público nos habían menospreciado o rechazado?


Es evidente que hace décadas que la ciencia dejó claro que la primera proposición no se sostiene. Sin embargo, aún estamos capeando las dificultades de las otras dos fuentes de obstáculos. 


Me reconforta y suelo encontrar refugio en las proposiciones de mujeres maravillosas que recomiendan más autoras, para intentar no quedarme una vez más con la representación sesgada de la realidad que sobreexpone y otorga más oportunidades a ciertos autores y deja en las tinieblas a muchas otras.


Sobreponerse al sesgo no siempre resulta fácil, a veces estas indagaciones son todo lo contrario a un atajo, pero creo que es un esfuerzo vale la pena ejercitar y que se traduce en hallazgos muy enriquecedores.


Estos esfuerzos también suelen producir cierto dolor, cristalizado en una punzada de sensación de trabajo estéril cuando desembarco en la inmensa mayoría de librerías y es imposible encontrar a Ernestina de Champourcín o Lucía Sánchez Saornil (la editorial Torremozas puede ayudaros) o en general, resulta inimaginable encontrar un amplio catálogo de poetas mujeres (tened a mano la librería Ménades en Pamplona).


Sin embargo, cada cierto tiempo yo misma me descubro cayendo una vez más en la trampa, dejándome llevar por lo más accesible, por muy consciente que sea de que esta visibilidad conlleve una historia (y actualidad) plagada de sesgos e injusticia.


Tampoco pretendo promover aquí una suerte de cultura de culpabilidad, no quiero convertir en dogma ni obligación los valiosos esfuerzos por darle la vuelta aunque sea un poquito al paisaje de las estanterías. Mi intención no es promover que nadie se ahogue entonando un eterno mea culpa ni que las conciencias se conviertan en el campo de las fustigaciones. Cada quien hace lo que puede con lo que tiene y bastante hacemos con lo que podemos. No podemos ni debemos cargar sobre nuestros hombros la responsabilidad de ser quienes lleven a cabo la titánica misión de salvar el mundo.


Pero sí considero importante dejar patente la necesidad de ser conscientes de que lo que vemos normalmente no procede de una suerte de matemática de la justicia. Aunque es más que obvio, no está de más recordar que no existe una ecuación que proyecte por igual la cultura que tiene el mismo valor, persisten herencias y desviaciones que allanan y entorpecen el camino de obras que merecen un lugar destacado en nuestras bibliotecas y menciones. De la misma manera que las obras literarias no se exponen según su autoría al público en la misma medida, existen representaciones e identidades que tampoco aparecen proyectadas con el mismo énfasis en la cultura y que son necesarias para evitar discursos culturales únicos y dar cabida a otros diálogos sociales enriquecedores.


Hace poco, leyendo un artículo de Stuart Hall encontré cierto consuelo y la ansiada validación que tanto reconforta en estos tiempos líquidos. Algunos antrópólogos culturales conciben la cultura como lenguaje en sí mismo, un sistema de representación productor de significados. Podríamos ir más allá, rumbo hacia los enfoques sociales construccionistas y conceptualizarla como un proceso constitutivo que da forma a los sujetos sociales y los acontecimientos históricos. En la medida en que nos expongamos a diversas obras y representaciones, estaremos rompiendo estas dinámicas y alterando el curso natural de las desviaciones, pues las obras estarán ocupando un espacio propio y transformando al lector. Pensé que buscar libros de autoras que pasan más desapercibidos o historias cuyos protagonistas tienen discursos que parten desde lugares distintos a los comunes son actos que sí contienen cierta salvación en sí mismos.


Chimamanda Ngozi Adichie (Nigeria, 1977) en su novela Americanah establece una comparación muy acertada para explicar las desventajas que arrastran los colectivos que históricamente no han tenido la misma consideración ni representación institucional que otra parte de la ciudadanía que sí ha disfrutado de este estatus privilegiado.


No puede considerarse que los afroamericanos estadounidenses, a los que no se les permitió obtener derechos civiles hasta 1968 (en March de Andrew Aydin y John Lewis se puede disfrutar en versión de novela gráfica de la historia del duro camino hasta conseguirlos), se hallen actualmente en la misma posición que la población blanca. Está última se propulsa sobre un trampolín de bondades materiales y culturales cosechadas en un pasado que los ha tratado como centro de la sociedad. Imagina el caso de un hombre que, tras pasar 25 años en la cárcel, termina su condena y se reincorpora a la libertad con 50 años, después de haber pasado media vida en un entorno marginal y que difiere completamente de la realidad exterior. Es obvio que en el mundo real, extra carcelario, le resultará muy difícil, o imposible, sobreponerse psicológica y económicamente a esta experiencia (el mercado laboral tampoco se lo va a poner fácil) e insertarse en la sociedad al mismo nivel que un ciudadano libre de su misma clase y edad en cuestión de meses, puede que ni siquiera de años.


De la misma forma, continúa Adichie, los afroamericanos siguen heredando aún la sombra del rechazo del siglo pasado: a través de prejuicios, de infrarepresentación cultural y otros mecanismos difíciles de vencer que impiden que la igualdad formal ante la ley se traduzca en la ansiada igualdad real.


Americanah cuenta la historia de Ifemelu, una mujer nigeriana que, ayudada por su tía, se traslada a estudiar en una universidad estadounidense. Sus orígenes son humildes, y, como cabe esperar, proceso de inmigración no será fácil, económica, ni psicológicamente. En este proceso atravesará momentos duros, en los que la sensación de no tener un rumbo claro se combina, en una cruel abominación, con el desasosiego que da la falta de refugio, de brújula y de raíces. Como toda inmigrante en posición económica de vulnerabilidad, sufrirá en sus carnes la mordedura del olvido, la dolorosa sensación de que nadie va a salvarte en un país que no es el tuyo, y en el que no están quienes te quieren. Hay una frase que me derrocó en mi posición de lectora ajena a los hechos y me pellizcó el corazón hasta el tuétano: "(...) la exagerada gratitud derivada de la inseguridad del inmigrante" ¿Cuántas veces no habré regalado mi gratitud porque pensaba que en un lugar que no es mío no tengo derecho a nada? 


Una vez que Ifemelu se estabiliza, crea un blog en el que recoge sus reflexiones sobre el racismo en Estados Unidos. Como ella misma dice, en Nigeria no existía la raza, ella la descubrió en Estados Unidos. Esta percepción merece especial mención porque la raza, inexistente a nivel biológico, no deja de ser una construcción sociocultural de la diferencia. Adichie desgrana de forma transversal todos los ámbitos sociales y culturales de Estados Unidos poniendo en perspectiva cómo se relacionan con su condición de negra: desde los evidentes comentarios prejuiciosos, la renuncia de muchos inmigrantes al acento inglés que traían de su tierra buscando aceptación social, hasta cuestiones más sutiles como puede ser el miedo de ir con el pelo afro, sin  planchar, a una entrevista de trabajo para conseguir causar buena imagen. Con su mirada, Adichie arroja luz sobre la relación que se establece entre el racismo y las estructuras de poder.


Adichie también aborda el mestizaje emocional que desarrollan los que han migrado. La sensación de pertenecer o tener un anclaje sentimental hacia dos mundos diferentes, y en ocasiones opuestos. También el inevitable cambio de prisma cuando se vuelve a casa con muchas vivencias extranjeras a las espaldas, convirtiendo los antiguos lugares de familiaridad en lugares que producen una ligera extrañeza. Lo que antes era suficiente, ahora queda prieto, hay un punto de no retorno que recorre quien se va de su tierra. A una escala menor, me vi reflejada con mi pequeña mochila de inmigrante autonómica. 


Si quisierámos continuar leyendo a un compatriota suyo, Adichie referencia a Chinua Achebe, al que merece la pena descubrir en sus narraciones sobre las estrategias coloniales y el impacto sobre el pueblo igbo (La flecha del dios).

 

¿Suficiente para un domingo medio nublado de febrero? Yo creo que sí.

 

Nos vemos pronto,

 

Paula

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